Un síndrome como potenciador de la consciencia...
- Beatriz Eduarte
- 27 ene 2020
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 24 jun 2020
La mayoría de los médicos achacan el síndrome de Stendhal como el conjunto de síntomas psicosomáticos que se producen en la mente y cuya propagación en el cuerpo es inmediata. Claro que si no hay un estímulo que active dicho comportamiento en nuestro organismo, nada ocurre. Sin embargo, he ahí el quid: la necesidad de ese estímulo es innegable para provocar esa alteración en nuestra consciencia. Se dice que el cuerpo tiene memoria. Si ha sufrido una situación extrema, generalmente negativa, en un lugar determinado como por ejemplo un avión y un pasajero piensa que el avión va a tener un accidente, el sujeto en cuestión -aunque al final logre llegar sano y salvo a su destino- ha sometido a su mente a un estrés de tal magnitud que, posiblemente, cada vez que vaya a subirse a un avión experimente la misma crisis, e incluso es probable que vaya a peor. Sin embargo, ¿qué ocurre si en lugar de resultar un hecho negativo, se torna positivo? ¿El cuerpo reacciona igual respecto a ese “buen recuerdo”? En teoría, sí.
Algo similar le sucedió al escritor francés Henri Beyle (1783 – 1842), mundialmente conocido como Stendhal y autor de célebres títulos como Rojo y Negro o La cartuja de Palma, entre otros. El novelista, en su primera visita a Florencia, sufrió lo que años más tarde tendría por nombre 'síndrome' y por apellido 'Stendhal'. Precisamente por haber sido él quien padeciese en propias carnes dicho fenómeno. Estoy convencida de que no fue el primero en sufrir esa excitación y conmoción en la historia, pero sí el “último-primero” -como diría Jostein Gaarder-, en no dudar a la hora de ponerlo por escrito como respuesta al impulso de plasmarlo en un papel. Tanto si aquello pudiera significar que lo tacharan de loco, brujo, o aún algo más grave según la época y su contexto. Sin embargo, ¿cuántas veces hemos tenido esa necesidad al sentir o vivir un acontecimiento extraordinario, que no nos suele ocurrir todos días sino uno en concreto adquiriendo una significación todavía mayor? Seguramente, muchas. De ahí la urgencia de coger un papel aunque sea una servilleta en la cafetería donde estamos y comenzar a describirlo. ¿Acaso lo narramos para hacerlo eterno? ¿Para no olvidarlo? ¿Para revivir ese momento y sentirlo una vez más, literalmente? A este último interrogante, los investigadores lo han bautizado como «memoria voluntaria». Aunque declaran también que con ello se corre el riesgo de adornar dicha reminiscencia.
Se trate o no de un acto forzado, la cuestión es que el cuerpo sufre una sobreexcitación o sobreexposición a lo que está contemplando y eso fue lo que le pasó a Stendhal durante su viaje a Florencia ante la belleza del lugar y las obras de arte que admiró, tomándose su tiempo para meditarlo, reflexionarlo y después, escribirlo. De modo que esperó a que “se le pasara el efecto” con el objetivo de no verse influido y menos aún, sugestionado. Un acto, en mi opinión, muy loable por su parte. Por otro lado, hay quienes afirman que muchos sujetos adquieren cierta predisposición a la hora de sufrir los efectos que el síndrome de Stendhal provoca tanto en la mente como en el cuerpo. Pero entonces, ¿qué hay de esas otras personas con cierto grado de sensibilidad que se ven arrastradas a sufrir los síntomas sin querer, sin poder evitarlo? En este caso, me reafirmo ante la posibilidad de que algunos sujetos gozan de un canal más propenso a sentir ese tipo de alteraciones. Como si se tratase de una descarga eléctrica aunque más potente y sin poner en peligro al organismo. Y frente al estímulo de una escultura, una pintura, un edificio emblemático como puede ser una catedral o un lugar sagrado, una obra musical, literaria o audiovisual, nuestra mente y nuestro cuerpo reaccionan al unísono. Lo único que varía es el grado de sensibilidad que posea cada uno. Algunos sentirán cómo el vello se les eriza, mientras otros simplemente sentirán un nudo en el estómago ante lo que contemplan sus ojos.
En definitiva, reaccionamos al arte del mismo modo que lo hizo en su día Stendhal porque es una de las pruebas que necesitamos para sentirnos vivos. Realmente vivos y porque cada uno de nosotros gozamos de esa divinidad en nuestro interior por aquello que somos capaces de crear. Nos convertimos en demiurgos, en artesanos, en cualquiera de las artes que despeñamos. Ninguna otra especie puede hacerlo. Únicamente nosotros. Y la moraleja de esta historia es que no lo hacemos para nosotros mismos sino para los demás. Para el goce, disfrute y admiración por parte del visitante, del viajero, de la audiencia … O, simplemente, del lector.
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