“The last dance”… O cómo la (auto)determinación forja al ser humano.
- Beatriz Eduarte
- 22 jun 2020
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 1 jul 2020
El pasado 19 de Abril, Netflix estrenaba la serie documental en torno a la estrella de los Chicago Bulls desde 1984 hasta 1998 con una pausa, como afirma el propio Michael Jordan, de dieciocho meses retirado del mundo del baloncesto. Y admito que ha sido hoy cuando he terminado de verlo. Sin embargo, nunca es tarde si la dicha es buena...
Lo que convierte a Jordan en la figura, el personaje y la leyenda por la que se le conoce es, precisamente, por lo que lo hace único. Un ser singular. Un espécimen que no abunda pero que en seguida reconocemos cuando nos cruzamos a quienes son como él. Una serie de personas que poseen, desde temprana edad, una personalidad férrea o, simplemente como en el caso de Michael, una competitividad fuera de lo considerado como “normal” que le mantiene con la mirada fija en su determinación. En un objetivo claro: ganar. ¿Y por qué unos sí y otros no? ¿Qué es lo que los hace exclusivos a diferencia del resto? ¿Por qué Jordan era el único que cargaba sobre sus hombros el peso del equipo? Porque se consideraba a sí mismo como la imagen del salvador. Del líder. Del maestro. La perseverancia y la vehemencia marcaron sus primeros pasos. Sus primeros tiros. «Quiero ser el mejor jugador de baloncesto; quiero la perfección», se repetía y decía a los entrenadores que pronto vieron en él una determinación sorprendente para un joven que nunca había salido de Carolina del Norte hasta que, durante el draft de la NBA de 1984, los Chicago Bulls lo reclutaron en sus filas, obligándole a mudarse y empezar desde cero.
Cuando llegó era el novato. Un crío que no tenía ni voz, ni voto, en un vestuario donde la camaradería la formaban tipos que doblaban su tamaño y su edad. Y frente a esta primera prueba, Michael, en lugar de achantarse, cogió el toro por los cuernos. Él lo sabía. Lo tenía claro. «La única manera de demostrar mi valía y mi respeto era en la cancha», dice en una de las entrevistas del documental y a partir del tercer partido, ese novato pasó de llamarse Michael o Mike, a ser conocido por todos como Michael Jordan. El niño, se había hecho un hombre dominando el campo de batalla, transformándolo en su nuevo y definitivo hogar. El terreno de juego era él. Era MJ en estado puro. Corría. Subía. Bajaba. Defendía. Encestaba. Encestaba… Y encestaba.
Jordan era un oso salvaje. Un caballo de pura raza indomable y quien compartía entrenamientos, partidos o una charla con él, lo veía. Desprendía ese halo sólo con su andar. El caminar firme y decidido de quien mantiene un diálogo interno basado en las caídas pero más aún en las remontadas, aunque para conseguirlo forzase su cuerpo, a veces, en exceso... Sin embargo, hay algo que está siempre por encima de lo sólido y lo tangible. Una entidad capaz de controlar las debilidades que nuestro organismo tiende a presentar en momentos clave y ese ente, no es más que nuestra mente. La única potencia interna que posee la autoridad suprema de todos y cada uno de nuestros procesos psíquicos. La única a la que damos el permiso para doblegar nuestra materia física, elevando y potenciando al mismo tiempo nuestro espíritu. Por lo que una de las claves del éxito para Michael Jordan se hallaba en tener el control de lo que se presentaba a su alrededor como fiel representación, e hijo predilecto, de los cuatro elementos naturales existentes. Pues Jordan era el fuego que antes de prender, ya iluminaba; era el aire que vibraba a ras del suelo para después alcanzar los cielos; era la tierra, a modo de toro; y el agua, en su constante y permanente movimiento. Una renovación incesante a la hora de querer superarse. De mejorar y de convertirse, en definitiva, en el mejor jugador de la historia de la NBA.
La representación de un símbolo, en las antiguas filosofías, corría por cuenta de los dioses. Aunque en Egipto, por ejemplo, se consideraba a los reyes-faraones la viva imagen de la divinidad, el mediador. La unión entre los dos mundos: el celestial y el terrenal. Jordan en ningún momento eligió ser visto como una deidad. Nada más lejos de la realidad, en otra de las entrevistas que le hacen durante el documental, afirma que él no quiere ser un ejemplo. Se juzga a sí mismo sabedor de sus innumerables defectos. Fue bautizado como “Black Jesus” (nombre que lo pone Reggie Miller, jugador de los Indiana Pacers) puesto que el resto del mundo lo veía como a un ser más allá de lo humano. Claro que los actos definen a una persona y si su actuación, partido tras partido, consistía en batir un nuevo récord de tiros, no sorprende que se ganara el mote a pulso mostrando un don y un talento innato.
El último baile ofrecido a la ciudad de Chicago, a los seguidores y aficionados de la NBA, por Michael, Phil Jackson -el amado entrenador-, y el resto del equipo -Scottie Pippen, Dennis Rodman, o Steve Kerr, entre otros- no es más que el resumen perfecto de una historia legendaria que fácilmente podría entrar en el registro de tragedias clásicas griegas al estilo de Sófocles o Eurípides, pues todos y cada uno de los personajes de este vals, tuvieron que enfrentarse a determinados conflictos internos que pusieron en jaque el desenlace -y destino- final de la biografía del equipo de los Chicago Bulls.
Mediante el uso de flashbacks -que tanto puso de moda Coppola gracias a El Padrino II- a la hora de narrar los sucesos que marcaron la evolución y vida de los miembros del vestuario, la nostalgia de los felices años noventa se va apoderando del espectador capítulo a capítulo, recordándole que, a veces, tiempos pasados fueron mejores pero también, que jamás serán olvidados. Que ningún sacrificio que se lleva a cabo es en vano, que el conformismo no es para los cobardes, ni para aquellos que luchan por cambiar lo establecido, bien mediante su genio, o bien mediante su magia. El quid está en no dejar indiferente a quienes te están observando. Hazaña que corroboran los testimonios recogidos en el metraje, asegurando que no ha existido nadie que supere las cifras de Michael Jordan. De modo que hasta que eso suceda… El trono de “Black Cat” seguirá rezando el título de Eterno junto a sus hermanos y compañeros, y si realmente ha de coger el relevo un sucesor, o sucesora, en esta ocasión disfrutaré siendo testigo directo del acontecimiento. Pero no nos adelantemos a los hechos y hagamos como Jordan, abanderando el misticismo budista que le hizo decir adiós aun estando en lo más alto, ensalzando además el nombre de los Bulls de Chicago situándolo por encima de los Boston y los Lakers, sin olvidar que lo más importante es quedarse en el presente, disfrutando, amando lo que hacemos y, sobre todo, viviendo el momento.
Carpe diem.
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