Reavivando nuestro pasado. Don Diego de Torres Villarroel.
- Beatriz Eduarte
- 29 ene 2020
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 24 jun 2020
Nacido en el año 1693 en Salamanca, y residente en Madrid, no fue hasta 1723 cuando adoptó para sí mismo el pseudónimo de “El Gran Piscator de Salamanca”. A temprana edad se le despertó a Diego de Torres Villarroel, hijo de librero, la inquietud por dar respuestas a los enigmas que perturban las mentes de los hombres desde que son conscientes de su llegada a este mundo, a este ‘valle de lágrimas’, y como todo gran personaje español, no dudó en asomar la cabeza allá donde mitigase sus dudas. Ya fuese en las matemáticas, en la astrología, en la literatura o en el periodismo que empezó a fraguarse en los siglos anteriores coincidiendo con los últimos retazos de los cien años que más iluminaron la Historia y, sobre todo, la Cultura de España. Torres Villarroel se especializó en tantos campos como se le antojaron con el fin de saciar esa curiosidad que alteraba su alma. Por ello, nunca perdió de vista la huella que dejaron los escritores que protagonizaron el Siglo de Oro y a quienes él más admiraba.
Estableciendo una pequeña metáfora entre el Siglo de Oro y el cuerpo humano… Ese cuerpo que cumplió un siglo de antigüedad, poseía una fisionomía lo suficientemente robusta como para aguantar el paso de los años, haciéndose más fuerte, y asentando los cimientos sobre los que diversos autores depositaron su legado, su obra y su firma, contribuyendo así a la herencia española. Aquel cuerpo, tenía como órgano principal la riqueza de un objeto que hoy, cinco siglos más tarde, se devalúa a pasos agigantados. El órgano del que hablo tenía por nombre “imprenta” y la piedra angular que perpetuó su leyenda, fue el comercio de los libros. Juntando ambos elementos, la proliferación del conocimiento filosófico, religioso, político e histórico, no tardó en estar al alcance del pueblo. Y Don Diego, guiado por su intuición y buen gusto, quiso coger el relevo del legado que habían dejado Luis de Góngora, Francisco de Quevedo, Lope de Vega o Miguel de Cervantes Saavedra, entre otros y aportar también su granito de arena.
Torres Villarroel, un hombre que vivía su presente con un pie en el ‘ayer’ –influenciado por el estilo literario pasado– y el otro en el ‘mañana’ –adelantándose a lo que iba a suceder–, se convirtió en el precursor de un nuevo género. Modificó el estilo de los antiguos almanaques que registraban los acontecimientos más singulares que protagonizarían el año incluyendo la información astronómica de los que, supuestamente, dependían dichos sucesos. Las novedades que introdujo se basaron en la redacción de un breve prólogo y en la composición de una escritura por y para los lectores, dirigiéndose directamente a ellos. Haciéndoles partícipes de lo que iba a suceder en la esfera de la sociedad española, e invitándoles a desmenuzar los acertijos que planteaba con frescura para mayor facilidad de su lectura. Sus almanaques comenzaron a ganar seguidores. Especialmente en las clases más humildes gracias a la ironía y tono humorístico con el que los escribía. Jactándose en ocasiones tanto del lector –por fiarse de su palabra a pies juntillas– como de él mismo, y poniendo hincapié en el peligro que corre el hombre cuando deposita en el provenir todas sus esperanzas condicionando una vida a lo que el movimiento de los astros puedan o no dictaminar respecto al sino de cada uno.
Por otro lado, existe un tipo de observación que jamás ha dejado indiferente al escritor, al investigador, ni al documentalista que ha optado por dedicar su vida al estudio de una ciencia concreta y que consiste en el examen minucioso y atento de la propia naturaleza. Llegados a este punto, nos será fácil recordar los pasos de Darwin para elaborar su teoría de la evolución, por ejemplo; o el de Newton, para desarrollar su teoría de la gravedad cuando la manzana cayó del cielo. ¿Hacia dónde estaría apuntando la mirada del físico, teólogo, matemático y alquimista inglés? ¿Hacia arriba o hacia abajo? Posiblemente, hacia arriba. Porque sólo las leyes de los cielos determinan lo que pueda suceder en la Tierra, y no al revés. Razón suficiente para que a Don Diego no le temblase el pulso cuando dejó por escrito sucesos que corroboraron lo que fue vaticinando. Entre los casos más sonados destacó el fallecimiento del joven monarca Luis I (1724), el motín de Esquilache (1766) y la Revolución Francesa (1789). Ésta, como repuesta a una total y precisa conjunción planetaria tan fuerte que el astrólogo no dudó en tomar nota años antes de que estallase, pero sin poder ser testigo del evento debido a su fallecimiento en 1770.
Por desgracia, a medida que sus predicciones fueron cumpliéndose, sus detractores pronto se mostraron en desacuerdo tachando las teorías del astrólogo de vagas, fantasiosas e ilusorias. Aun así, Don Diego no tardó en convertirse en uno de los autores más editados reavivando lo que hoy denominamos género periodístico, renovándolo, y despertando el interés que la sociedad había perdido por la astrología. Poco importaba que los hombres de las altas esferas del siglo XVIII quisieran hacerle callar, porque él supo mantenerse en sus trece. Afín a su instinto y a su visión como escritor. Se dice que siempre tuvo claro hasta dónde quería llegar. Anhelando incluso, con cierto descaro, el reconocimiento por parte de sus colegas catedráticos asentados en las ciencias más ortodoxas. Y quizá esa fuese otra de las razones que le incitaron a escribir su autobiografía. Pero Torres Villarroel, pese a vivir sus últimos días en un olvido propio de personajes de su índole, ha logrado perdurar en la Historia y en la Cultura de España gracias a su legado. Su obra y su firma podemos encontrarlas, hoy en día, en cualquiera de esos otros templos bautizados con el nombre femenino de bibliotecas, que continúan guardando con recelo tantas creaciones como las que caracterizaron aquel lejano Siglo de Oro.
Don Diego, no será olvidado. No mientras podamos y sepamos recordarlo. De eso nos encargamos nosotros, periodistas, escritores o investigadores cuando, al echar la vista atrás recuperamos la memoria de nuestros predecesores en el trabajo de campo, o simplemente en un gesto que compartimos con ellos. En este caso: el de mirar al cielo.
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