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'El tren de Truffaut, McKay o Cortés'

  • Foto del escritor: Beatriz Eduarte
    Beatriz Eduarte
  • 23 ene 2022
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 25 ene 2022


Si algo caracterizaba a FrançoisTruffaut era la capacidad de sentenciar con cada línea de guión un punto de vista, una visión: la suya, impregnada de esa belleza clásica de la que el cine de hoy en día, a veces, carece; además de poner sobre relieve el amor que sentía por su profesión y por el séptimo arte. En la película Days for Night (La noche americana, 1973), su personaje -el director Ferrand- mantiene un diálogo con Alphonse (Jean-Pierre Léaud), un joven y apasionado actor que en una escena crítica duda de su profesión. Quiere dejarlo. No le encuentra significado a la interpretación y mucho menos al hecho de trabajar en el cine. ¿Qué sentido tiene dedicarse a esto? Y Ferrand le argumenta que el cine embellece la vida. Entre otras razones, “porque no hay atascos, ni tiempos muertos. Avanza como un tren atravesando la noche”. En el cine, en el buen cine, la historia avanza acorde a su tono y a su ritmo, para que el espectador se siente en su vagón, disfrute del paisaje, así como de la compañía de los personajes -viajeros, pasajeros y desconocidos-, y mantenga la mirada en lo que sucede más allá de la ventana. Más allá de la pantalla.


Cuando hace más de un mes se estrenó Don’t look up! (No mires arriba, 2021), pronto empezaron a surgir dos puntos de vista antagónicos, casi como reflejo de la sociedad y de los tiempos que estamos viviendo: o la aceptas, o la rechazas. O forma parte de tu filmografía o, sencillamente, acabas siendo consciente de que has perdido dos horas y media de tu vida. Sin embargo, de todo se aprende, y aunque de vez en cuando Adam McKay haga parar el tren, ralentice su marcha o desvíe las vías por las que pasa, en un intento por hacer que el trayecto sea más llevadero, la conclusión a la que se llega en estos casos es que hay ‘mucho ruido y pocas nueces’, que diría Shakespeare. El rumor del tren a veces distrae y la imagen que ofrece, pudiendo ser nítida y transparente, se torna borrosa, si no imprecisa. Y tampoco sus pasajeros ayudan a querer entablar una conversación con ellos, ni despiertan la curiosidad, ni hacen que nos preguntemos: ¿quién eres, de dónde vienes o hacia dónde vas?

No sucede lo mismo con Love gets a room (El amor en su lugar, 2021) dirigida por “uno de los nuestros”: Rodrigo Cortés.

Un largometraje que avanza, sin pausas ni tiempos muertos sobre las vías despejadas, a pesar de las heladas y de las batallas libradas. Un tren -continuando con el símil de Truffaut-, transformado en un humilde escenario que sirve de cobijo tanto a los pasajeros como a los espectadores del mismo y donde, aquí sí, se reconocen unos a otros y se preguntan, sin indiferencia: “¿y tú, hacia dónde vas?”, mientras atraviesan la noche en busca de una respuesta que justifique su viaje.


Por lo general, cuando se viaja en tren no se mira arriba sino a los lados, y quizá el cine americano -o el nuevo cine americano-, no debería desnucarse ni mirarse tanto, sino desviar la vista y mirar, casi de soslayo, hacia las estaciones de otros continentes que abogan por un cine tradicional. Ese que hace que te levantes del sofá y salgas de casa, te encamines hacia la taquilla más cercana, compres un billete -que es la entrada- y te dirijas al vagón que te corresponde -la sala-. Y una vez dentro, observes a quienes te acompañan: los jóvenes, los amantes, las familias, los mayores, o los que han ido solos. Pasajeros todos ellos, compañeros de trayecto. Las luces se van apagando y empieza la cuenta atrás. La última llamada para los viajeros rezagados. Y cuando todo está a oscuras, el proyector se pone en marcha. Reina el silencio, y sientes una extraña sensación. Emoción, tal vez. Emoción por no haber perdido el tren.



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