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1917, Sam Mendes

  • Foto del escritor: Beatriz Eduarte
    Beatriz Eduarte
  • 15 ene 2020
  • 4 Min. de lectura

El día que el “¿qué?” quedó supeditado el “¿cómo?”… Aquel día, el ser humano cambió en su forma de apreciar el arte. Si se tiene en consideración que el primer interrogante, simplemente plantea una cuestión más o menos impersonal y que el segundo, sin embargo, se centra precisamente tanto en los motivos como en las circunstancias que hayan podido generar ese qué, entonces puede entenderse con mayor clarividencia el porqué dos directores dispares, aunque ambos británicos, como los son Sam Mendes y Christopher Nolan, han argumentado sus dos últimas películas en una trama común: la supervivencia durante una Guerra Mundial. 1917 (2019) queda contextualizada en la primera, mientras que Dunkirk (2018), está ambientada en la segunda. Pero retomando el hilo inicial, es el ‘cómo lo cuentas’ lo que despierta las emociones en tu persona. La mayoría de las historias están contadas. A estas alturas raro es que algo nos sorprenda y, aunque no cesemos en repetirnos una y mil y veces los unos a los otros esta premisa, lo cierto es que no podemos negar los sentimientos que sigue avivando el séptimo arte haciéndonos disfrutar en su característico modo de narrar.


¿Cuántos largometrajes bélicos se han rodado desde que el cine fue considerado una nueva forma de comunicación? ¿Cuántos de ellos se han ambientado en la Gran Guerra? ¿Cuántos en la segunda? ¿Cuántos han ensalzado el papel de los aliados, vs. el ‘enemigo común’? ¿Cuántos han repetido una y otra vez la crudeza con que los alemanes llevaron a cabo ambas guerras? Y aún así, en el momento en que se anuncia en cartelera una nueva película de este género, no tiene problema en pasar holgadamente la prueba del box office en su primer fin de semana de estreno.



Sam Mendes en esta ocasión ha optado por tratar lo bélico desde un punto de vista secuencial. Con la cámara pegada a los protagonistas casi cargándola en sus hombros, como si no llevasen suficiente peso para enfrentarse y superar las pruebas que el guión les ha marcado. Deben enfrentarse al destino. Responder a la llamada del héroe, la llamada a la aventura, al ‘lo tomas’ o ‘lo dejas’. La elección que hace que te preguntes: "¿qué es mejor, vivir como monstruo, o morir como un hombre bueno?", donde la disyuntiva del tercero excluido ni siquiera se contempla como respuesta. En torno a esto se desarrollan la mayoría de las historias cuando al protagonista no le queda otra opción. Empatizamos hasta límites insospechados con ese personaje que no es más que un reflejo de nosotros mismos. Lo que pudimos ser, y no fuimos. Lo que somos, y lo que queremos cambiar. El quid está en aceptar el reto sea cual sea el precio a pagar aunque eso nos cueste la vida. Quizá esto último no suele presentarse de forma tan obvia en la realidad, pero ahí está la ficción para echarnos un cable a la hora de asumir riesgos que en otras circunstancias, incluso en unas calificadas como “normales”, ni nos molestaríamos en tomar. Avanzamos con los personajes. Lloramos, reímos, corremos y nos cansamos con ellos. Los sentimos en nuestra piel y cuando caen, gritamos “¡levántate! ¡Aguanta!”, pero… ¿A quién? ¿A quién se lo decimos, a ellos o a nosotros?


No cesamos en nuestra obsesión por que lleguen hasta el final, que completen la tarea que se les ha encomendado, penetrando en la oscuridad más absoluta con la esperanza y el corazón encogido como un puño para que lo consigan y logren salir airosos. No importa que la película no tenga apenas guión, ni que se muestren más o menos muertes, o quién sea el verdadero enemigo cuando eso queda aclarado desde el principio del filme… No. Nada de eso importa, salvo que siga caminando y respirando. Que abrace su destino. Que se mantenga vivo. Si no es por él, que al menos lo haga por sus seres queridos. Aquellos que le esperan a miles de kilómetros con el único afán de sentirlo de nuevo cerca. Tan cerca, que al abrazarle puedan escuchar el latido de su corazón sin intercambiar una mísera palabra, porque el ritmo marcado por el mismo es lo que le da un motivo para enfrentarse a cuantos retos sean necesarios siempre y cuando ellos estén bien. Por ellos. Por nosotros como espectadores.



Ese, y sólo ese, es el poder del cómo cuentas una historia. Las causas que te han empujado a contarla de esa forma en concreta y no de otra, en virtud de hacer algo diferente al resto. Aun respetando las reglas del juego, tu máxima consiste en modificar la narrativa de la historia con el objetivo último de lograr lo que todos los narradores de historias anhelan: despertar una emoción al espectador. Y esta, es la fuerza motriz que nos incita a seguir contando historias aunque el argumento sea siempre el mismo. Es la virtud de la esperanza transformada en 'historia' lo que nos recuerda sin cesar que el caer, sólo nos enseña a cómo levantarnos.

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